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El movimiento orbital de los planetas vistos desde la Tierra

by Carl Wieman

De atrás adelante

A Scientific Approach to Science Education – Technology And Institutional Change

A Scientific Approach to Science Education – Beliefs, Guided Thinking And Technology.

Reducing cognitive load in a new approach to scientific education.

A Scientific Approach to Science Education – Research On Learning

Why Not Try A Scientific Approach To Science Education?

por Julian Baggini. Sacado de The Philosopher’s magazine, via Bryan Appleyard

There is something paradoxical in the view that the conservative should be the outsider,” admits Roger Scruton, a man who nonetheless embodies the paradox completely. Scruton has been Britain’s leading intellectual defender of conservative values on politics, art, religion, ethics and culture for nearly three decades, for which he has been rewarded by marginalisation within academia and ridicule in the left-wing press.

“That is just part of the to and fro of public life,” Scruton tells me in the study of his Wiltshire farmhouse, where he lives with his wife and two children, and tends to his hunting horses. Still, “I don’t feel bitter at all,” he insists. “I had a really interesting time being disliked.”

Scruton is often portrayed as a fox-hunting arriviste, the grammar school boy done good who is now desperate to be posher than posh. But the coherence of his philosophical work over the years belies such an easy caricature.

“There is a unifying intellectual endeavour,” he says of his work, “which is to bring philosophy and culture back together, so that the study of philosophy moves back from being the handmaiden of the sciences – as it’s tended to be in British empiricism and also modern analytical philosophy – to being a meditation on the human condition which borders on literature, art, music and the rest. That’s always been my interest, which is why I started by doing research on aesthetics.” Seguir leyendo »

Es fácil reconocerlos: beben ginebra. Es fácil reconocerlos: fuman como tubos de escape. Es fácil reconocerlos: son cinéfilos. Entendámonos, no es que les guste el cine como a usted y a mí, sino que les gusta especialmente Howard Hawks (que también nos gusta a usted y a mí, claro, aunque, sinceramente, no es para tanto): para ellos el cine es Humphrey Bogart y Ava Gardner más que David Lynch o Gus Van Sant. No les gusta lo «fantástico», que consideran cosa de niños, ni las cosas delicadas, que consideran cursis. Son duros. Son muy duros. Son unos tipos duros. Les gustan las cosas duras, secas y austeras: la novela negra, el cine negro, y en lo moderno, Raymond Carver. Les gustan las narraciones desoladas y despiadadas, la cosa existencialista. Muchos de ellos siguen siendo marxistas. Les parece que Castro es un tío cojonudo.

Creo que la primera vez que me di cuenta de que ellos eran ellos y de que yo no era ellos, fue al leer, hace ahora muchos años, un artículo de uno de ellos, en el que protestaba muy indignado contra los rumores de que se iba a instalar un Disneylandia en la costa española. El artículo clamaba contra la colonización yanqui y afirmaba que esa basura de Walt Disney no tenía nada que ver con nosotros ni con nuestra cultura. Y yo me puse a pensar. Me puse a pensar en lo muchísimo que me gustaban las películas de Walt Disney, y los personajes de Walt Disney, y los tebeos de la colección «Dumbo» donde el genial Carl Barks pintaba las historias del pato Donald, el tío Gilito, los Forestales Juveniles y los Golfos Apandadores y me di cuenta de que Walt Disney no tenía nada que ver con el que escribía aquel artículo pero que sí tenía mucho que ver conmigo. Es decir, que a lo mejor no tenía nada que ver con ellos, pero sí tenía mucho que ver con nosotros.

Tipos duros

Son los de la generación de la ginebra y el tabaco. ¡Dios mío, cómo les ha gustado la ginebra a esa gente! Casi podría llamárseles así, la generación de la ginebra. O la generación de Howard Hawks. O la generación de Juan Benet, que es el autor del famoso artículo. Son la generación de los tíos: si nuestros padres andan entre los 60 y 70, ellos andan entre los 50 y 60. ¡Y son tan duros! Son unos tipos duros. Lucharon contra el franquismo. Corrieron ante los grises. No podían leer a Miguel Hernández. ¡No podían leer nada, los pobres! Están muy politizados. Odian los colores, las flores, y las cosas «recargadas». Son escuetos, austeros, no toman postres, no les gustan los dulces. Les encanta Jacques Brel y la ginebra, pero no la tarta de chocolate. Les encanta Gil de Biedma, y en general todo lo que es soso, realista, menor, sobrio, discreto y, si es posible, descreído y desdeñoso. Odian a los americanos. Aman a Howard Hawks, a Hemingway y a Raymond Carver, pero odian a los americanos. Creen que Woody Allen es un cineasta «muy europeo» (esta idea, particularmente, me hace partirme de risa en las noches de luna). No les gusta Borges. No les gusta Nabokov. No les gusta la ópera ni, en general, la música. No les gusta Thomas Pynchon. No les gusta Rubén Darío (es recargado). Les gusta Raymond Carver, a quien consideran, absurdamente, un importante escritor norteamericano. Sartre, Lukacs, Benjamin y Bertolt Brecht les ponen supercalientes. Afirman que todo es política. No se creen nada. Son la generación de los descreídos y los desmitificadores, recios bebedores de ginebra que descubrirían factores socioeconómicos hasta en la ballena de Pinocho (es el capitalismo que devora al proletario Gepetto).

Estamos hartos

En una palabra: que estamos hartos de ellos y de sus anatemas. Que ya basta. Jacques Brel es insoportable. Raymond Carver es un coñazo y ni él ni Paul Auster son los dos escritores americanos más importantes de la actualidad (ni siquiera son muy importantes). El cine clásico americano es simplón, sentimental y profundamente falso. Casablanca es una ñoñería. Los que se emborrachan todas las noches se llaman alcohólicos. Borges y Nabokov son los mayores genios literarios de la segunda mitad del siglo. Matrix es mucho más interesante que toda la obra de Teodoro W. Adorno (me refiero al filósofo, no al gato de Cortázar). Fidel Castro es tan abominable como Pinochet. Lenin fue un asesino tan repugnante como Franco. Vázquez Montalbán no fue un escritor «comprometido», sino un hipócrita defensor de dictaduras. La palabra «compromiso» no significa nada, y además huele a cadáver. El arte se dirige a la parte espiritual del hombre, mentecatos. La belleza no es un concepto burgués, cretinos. Todo no es política, ignorantes. Ya basta. Dejadnos un poco en paz. Callaos un poco, borrachos.

(artículo en el Mundo, reproducido por Garciamado el 28 de mayo de 2008 )

Se nos sermoneará que España está más cohesionada que nunca, pero la realidad se aleja de esta suerte de hipnotismo que se viene administrando desde los púlpitos de la corrección política, con sospechoso tesón. Precisemos: España, esa compleja entidad colectiva plena de esencias y presencias, va a su aire: productiva, inquieta, creadora, cada vez más ajena a los discursos políticos, siempre a medio camino entre la fábula y la ficción tragicómica. A esa España, que por supuesto no se rompe ni se desgarra, no aludo. Me refiero al Estado que, sometido al pulso de la fragmentación, ofrece las trazas de un astro menguante.
Los ejemplos a exhibir son tan abundantes que emiten ya sonoras alarmas. Así, en el problema del agua chapotean conflictos derivados de la política de obras hidráulicas, pero también las previsiones de los nuevos estatutos que han tenido la mano larga a la hora de apropiarse de ríos enteros, incluso de aquellos que tienen la osadía de traspasar las fronteras españolas y adentrarse en algún país extranjero. El río, para el Estatuto por el que fluye parece haber sido la proclama de una facundia autonómica que el Estado no ha sabido combatir con medios adecuados, todos ellos por cierto, en la alcancía de la legislación española desde hace mucho tiempo. Hay ya incluso alguna provincia que pretende quedarse con su río, emulando así en avidez hídrica a sus hermanas mayores, las comunidades autónomas. Sólo falta que los municipios se apunten al festín. De ahí que se amontonen los pleitos y se llame a las puertas del Tribunal Constitucional para que éste enderece los desaguisados que esparcen por doquier políticos tan largos de ambiciones como cortos de mesura en la administración de la res publica.
Por su parte, los dineros públicos han desatado una guerra entre comunidades, enfrentadas hoy ya las ricas con las pobres, las del este con las del oeste, y las del sur con las del norte. Se lanzan entre ellas balanzas como proyectiles, o se recurre a acuñar criterios de inversión del Estado en función de los intereses de cada cual: quién blande la población, joven o envejecida, castiza o inmigrante; quién la superficie forestal; quién el turismo. Sólo falta que se invoque el consumo de sidra o el de paella para allegar recursos y construir fortunas regionales. Un deslizadero éste que amenaza despeño, bendecido -de nuevo- por el Parlamento, por el Gobierno, incapaces de administrar el sacramento del orden y la disciplina en asunto de tanta sustancia. Ya veremos cómo se encarrila todo este embrollo y si será también el Tribunal de la calle de Domenico Scarlatti de Madrid el que al final se vea obligado a concertar lo que los políticos han desconcertado. Y veremos qué secuelas deja: de agravios no satisfechos, de rencillas entre vecinos, de afrentas, todas a la espera de ser saldadas en algún combate próximo. La víctima siempre es la misma: la solidaridad entre los españoles, una de las piezas que justifican nada menos que al Estado moderno, construido precisamente para fabricar cohesión entre las clases sociales y entre los territorios. En Italia, tras las recientes elecciones, se está cociendo el mismo guiso y ahí está el Norte poderoso desafiando al Sur menesteroso. Pero, en aquella península, las banderas de la insolidaridad y del egoísmo las enarbola la derecha más reaccionaria mientras que, en estos pagos, ¡encima! llevan vitola de progreso.
Pues ¿qué decir de la Sanidad? Acaba de aparecer un libro -Integración o desmoronamiento. Crisis y alternativas del sistema nacional de salud, firmado por Juan Luis Rodríguez-Vigil Rubio, político socialista que tuvo significadas responsabilidades en Asturias-, donde se analiza sin vacua palabrería la situación en que se halla el que quiso ser modelo sanitario. Para Vigil, «el sistema nacional de Salud tiende cada vez más a configurarse como un sistema no excesivamente articulado, poco armónico y de creciente heterogeneidad que, además, carece de instrumentos eficaces para fortalecer su cohesión, dado que para funcionar depende casi en exclusiva de la mejor o peor voluntad que en cada caso y momento tengan los gobiernos autonómicos… por lo que no resultan en absoluto extrañas las decisiones y los actos de descoordinación que emanan de los distintos integrantes del servicio nacional de Salud y que favorecen claramente la fragmentación del conjunto».
Un camino por el que se llega a situaciones tan pintorescas como la que ofrecen los distintos calendarios de vacunaciones o la más inquietante del gasto farmacéutico, pues en algunas regiones se restringe la dispensación de unos fármacos que en otras se recetan con largueza. De igual forma, son manifiestas ya las diferencias que existen entre comunidades en relación con las listas de espera, con la salud bucodental, con los servicios de salud mental y otras especialidades y superespecialidades. El riesgo, para Vigil, es claro: se está a un paso del «descoyuntamiento del actual servicio nacional, el cual podría llegar a mutar en 17 sistemas sanitarios diferentes».
Por su parte, la Ley de Dependencia, estrella de la política social del Gobierno, se proyecta sobre la realidad de forma renqueante y, por supuesto, a 17 velocidades distintas pues todo queda al albur de la voluntad política, del dinero y los medios personales empleados, de las prioridades de cada región… La mayoría de los ciudadanos que se acercan a las oficinas para que los servicios correspondientes valoren su grado específico de discapacidad pasan una auténtica crujía que sólo tiene de emocionante el hecho de ser distinta y de diferente alcance en cada Comunidad Autónoma.
Si pasamos a otro servicio público vertebrador, el de Educación, las conclusiones son las mismas, sólo que en este ámbito nos encontramos en un estadio más maduro de fragmentación, agravado por la vuelta de tuerca que se percibe en la política lingüística de las comunidades bilingües. Pero hay más. En el caso de la enseñanza superior y respecto de los títulos universitarios, una responsabilidad indeclinable del Estado -artículo 149.1.30 de la Constitución-, la ley reciente de universidades opera con una agresiva frivolidad: se suprime el modelo general de títulos por lo que el panorama que se avizora es el de una diversidad abigarrada de títulos de libre denominación en cada universidad, vinculados tan sólo a directrices mínimas del Gobierno, válidas para vastas áreas de conocimiento, y a la intervención -más bien formal- de la Comunidad Autónoma y del Consejo de Universidades, que siempre habrán de preservar «la autonomía académica de las universidades».
A todo esto hay que añadir la amenaza, que pende sobre el empleo público, de aprobar 17 leyes de funcionarios y sobre la Justicia que, si el Todopoderoso no lo remedia, verá nacer en breve 17 consejos regionales judiciales, como si no fuera castigo suficiente el general de Madrid. Etcétera, etcétera.
De verdad, ¿exige la diosa de la autonomía que ardan en su pebetero tantas y tan variadas ofrendas?
Para sortear la angustia se impone una pregunta final: ¿Tiene todo esto remedio? Creo que sí. En mi opinión, enderezar los pasos dados de forma tan atolondrada exige retomar el camino y señalar una meta que, a estas alturas, no puede ser otra que la del Estado federal. Un Estado que, cuando está asentado y produce frutos cuajados (EEUU, Alemania, etcétera), no es sino una modalidad de Estado unitario, con potentes instrumentos de cohesión y con junturas bien engrasadas.
Lo demás es crear poderes neofeudales y facilitar la consolidación de redes clientelares. Es decir, asumir el riesgo cierto de la esqueletización del Estado.

(encontrado en Firgoa)

Por Julio Carabaña

La intención principal con la que escribo las presentes líneas es informar sobre el llamado proceso de Bolonia y sobre la situación de la Universidad española en relación a él. Semejante intención implica, voy a aclararlo desde el principio, más inmodestia que la habitual en quien escribe por creerse mejor informado que los potenciales lectores. Este sería el caso si yo me hubiera propuesto simplemente explicar como universitario a lectores que trabajan fuera de la Universidad el significado de los cambios en los planes de estudio que más pronto que tarde los compromisos internacionales adquiridos por nuestras autoridades nos obligarán a poner en marcha. Pero la verdad es que, habiéndome propuesto informar también sobre estos cambios a la gente que trabaja y estudia en la Universidad, estas líneas están escritas desde supuestos todavía más fuertes e inmodestos, a saber, que la mayoría de mis colegas, los profesores de la Universidad, no tienen más que vagas y remotas nociones, adquiridas de oídas o a lo sumo en los periódicos, de lo que puede significar ‘Bolonia’ para la Universidad española, y que la minoría que tiene ideas más precisas las tiene por lo general sesgadas, incompletas y bastante erradas. Dicho lo cual, me siento en la obligación de apresurarme a explicar cómo he llegado a creerme con más saber que la mayoría de mis colegas.

Me enteré de lo de Bolonia primero por los periódicos, como todo el mundo, pero no le dí mayor importancia, habituado como estoy a la grandilocuencia y vacuidad de tantas declaraciones europeas. Cuando vi que la Ley de Universidades que hizo aprobar el PP en 2001 incluía artículos facultando al gobierno para adecuar por decreto la Universidad española al Espacio Europeo de Enseñanza Superior comencé a inquietarme un poco, pero tampoco le presté mucha atención, suponiendo que todo quedaría en algunos cambios de nombres. Me inquietó definitivamente el entusiasmo con que un colega partidario de toda innovación nos contó en un aparte del Congreso Europeo de Sociología (Murcia, 2003) que definitivamente se iban a adoptar los nombres de ‘grado’ y ‘máster’, amén de la pasión que puso en discutir si los grados iban a ser de tres o cuatro años. Argüí que eso ya lo habíamos hecho sin mucho éxito en la Ley de Educación de 1970, e inquirí por la diferencia entre cinco y tres más dos, pero tuve la impresión de que los cambios pretendían ser más que nominales. Intrigado, continué mi indagación entre las autoridades académicas, y encontré que su perspectiva era la de quien ve venir algo inevitable a lo que no queda otra que adaptarse, una actitud más reactiva que proactiva. Mientras tanto, se iba discutiendo en la prensa si Bolonia obligaba a reducir las titulaciones, suprimiendo específicamente las de Humanidades e Historia del Arte, si favorecía la uniformidad de las Universidades o su autonomía y diversidad, si obligaba a cambiar la manera de enseñar sustituyendo las clases magistrales por tutorías, si el ‘crédito europeo’ obligaba a contar la duración de los estudios incluyendo las horas de trabajo de los alumnos y, lo que más tarde oí y más me asombró de todo, si implicaba un cambio de énfasis desde la enseñanza, donde presuntamente está ahora, al aprendizaje, donde al parecer nunca se ha puesto antes. Tinta de calamar, en mi experiencia, entre la que no se distinguía si eran los grados cortos o los masters largos los que iban a heredar las competencias profesionales de las licenciaturas. Por último, la publicación en el 2004 de los Reales Decretos regulando grados y postgrados, aunque dejó claro la intención de privilegiar el grado, seguía dejando la cuestión sin zanjar.

El efecto cumulativo de tanto leer y oír sin poder decidir a qué atenerme desbordó los muros de contención que tengo previstos para tales casos. Así que, venciendo la repugnancia que me producen las reformas de planes de estudios tras las dos o tres perfectamente inútiles que ya llevo vividas, y levantando la presunción de sabiduría y prudencia que mantengo por principio a favor de las autoridades, decidí dedicar un tiempo a enterarme por mí mismo del asunto, influido también, no debo ocultarlo, por el hecho de ejercer como docente de Sociología de la Educación, materia a la que el tema no le es del todo ajeno, aunque sea más propio de otras como Educación Comparada o Política Educativa. El tiempo que he dedicado a este estudio no ha bastado para convertirme en nada cercano a un experto, según yo mismo noto en la cantidad de cosas que ignoro o no acabo de entender bien; pero sí para ponerme en la obligación moral de compartir lo aprendido. Espero que nadie se tome a mal si aprovecho además para añadir algunas reflexiones de mi propia cosecha.

Anticipo las tres conclusiones más importantes a que he llegado tras mi modesto estudio. La primera es que, en efecto, la única cuestión sustantiva es la de las competencias profesionales que se concedan a los estudios cortos y a los largos. La segunda es que el programa de Bolonia no conduce ni siquiera lógicamente a los objetivos que dice pretender. La tercera es que en cualquier caso nuestra ordenación universitaria actual está ya tan adaptada al Espacio Europeo de Educación Superior (en adelante EEES) como cualquier otro país y que estamos haciendo otro ejercicio de hipereuropeismo. Voy a justificar brevemente estas conclusiones, dejando para otra ocasión un análisis sociológico de las razones que mueven a acometer unos cambios que no necesitamos.

1. Bolonia: la versión oficial y una algo más real

La historia oficial del proceso de Bolonia comienza en 1998, más de cincuenta años después de que la unión de Europa echara a andar. Los cuatro países más importantes de la UE, Alemania, Francia, Italia y Gran Bretaña tienen sistemas universitarios muy distintos. Sus ministros de Educación, reunidos en París, para intentar armonizarlos. Alemania e Italia tienen solamente títulos largos, ‘títulos túnel’ sin salidas intermedias. Gran Bretaña y Francia tienen en cambio títulos de todas las longitudes. Acuerdan que Italia y Alemania introduzcan también títulos cortos, de modo que las enseñanzas de los cuatro países sigan una estructura con ciclos de tres y cinco años, amén del doctorado.

¿De donde la necesidad de armonizar los títulos?. La movilidad de los estudiantes es importante, pero lo es sobre todo la movilidad de los profesionales. El reconocimiento de los títulos es ante todo una cuestión de monopolio profesional. En la situación actual, la salud de los españoles es monopolio de los médicos españoles y la enseñanza de los españoles monopolio de los maestros españoles. Abrimos nuestro país a los otros licenciados europeos en la medida en que ellos abran el suyo a los nuestros. Ahora bien, eso nos conloca en un dilema si nuestros títulos son más largos que los suyos. Por un lado no queremos exigir más a nuestros titulados que a los extranjeros. Sería facilitar su competencia desleal.. Como se transparenta en un informe sobre la marcha de la convergencia, «en algunos países existen titulaciones conducentes al primer grado de duración extremadamente larga, 5 ó 6 años. Esto está claramente alejado de las líneas internacionales y debilita la competitividad europea e internacional de estos países». (Tauch y Rauhvarger, 2002:23). Pero por otro lado, si exigimos menos a nuestros titulados empeoramos su calidad también en casa y tendremos peor medicina o peor enseñanza. Desconozco la historia interna de las negociaciones, pero su resultado, que fueran Alemania e Italia quienes se adaptaran a Gran Bretaña y Francia, ha de verse a la luz de esta contradicción.

Un año después, esta acomodación se presenta como un modelo para toda Europa en la Declaración de Bolonia, que firman 19 países. Aparece la metáfora espacial: un espacio donde se muevan libremente no sólo los titulados, sino también estudiantes. Y no se olvida la relación con la declaración de Lisboa, que había manifestado el propósito de convertir Europa en la economía más dinámica del mundo basada en el conocimiento. Y así comienza el ‘proceso de Bolonia’, cuya marcha se sigue mediante reuniones ministeriales en Praga en mayo de 2001, en septiembrede 2003 en Berlín y recientemente en Bergen (Noruega). El objetivo más general es facilitar la circulación de titulados y estudiantes. El objetivo más próximo es llegar a un sistema de títulos fácilmente comparables y reconocibles. Para conseguirlo, se proponen las siguientes medidas:

  • Duración de los estudios. Dos ciclos, uno de tres años y otro de cinco años, seguidos del doctorado.
  • Organización: el ECTS o ‘crédito europeo’ (European Credit Transfert System) cuya novedad consiste en que se expresa no en horas de clase, sino en horas de estudio .
  • Validez de los títulos. Se acuerda añadir al título un suplemento con el detalle de las materias cursadas para obtenerlos.
  • Didáctica: fuera de algunas observaciones sobre el ‘aprendizaje a lo largo de la vida’ (anglicismo que sustituye al galicismo ‘formación permanente’ usual hasta ahora) no he encontrado mención a la didáctica en los documentos de Bolonia.

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Otro autor del que tengo muchos artículos recortados es Vargas Llosa. Aquí algunos que he ido encontrando:

Tengo muchos artículos recortados de El País en los años 1994 y 95. Muñoz Molina escribía cada semana una columna titulada Travesías. Afortunadamente, ahora El País ha puesto todo su archivo en Internet gratis, y puedo tirar todos esos recortes que, de todos modos, eran inencontrables. Lo único malo es que la web de El País no crea una url para la búsqueda, así que no puedo poner aquí un enlace al conjunto de todos los artículos. Para encontrar esa seríe de artículos, lo mejor es poner «Travesías» en «Titular y subtítulo» dentro de la página de búsqueda de El País (ojo a la fecha: por defecto es el último año).

Lo que sí pueden ponerse son enlaces a artículos concretos. Aquí van los que he ido encontrando entre mis recortes (iré añadiendo más)

Casi todo Andrés Ibañez

Resulta que en la caótica web de ABCD, en la que es casi imposible encontrar nada, los artículos de Andrés Ibáñez no desaparecen, o al menos no todos. Hay un buscador de artículos que encuentra muchos