(encontrado en Firgoa)
Por Julio Carabaña
La intención principal con la que escribo las presentes líneas es informar sobre el llamado proceso de Bolonia y sobre la situación de la Universidad española en relación a él. Semejante intención implica, voy a aclararlo desde el principio, más inmodestia que la habitual en quien escribe por creerse mejor informado que los potenciales lectores. Este sería el caso si yo me hubiera propuesto simplemente explicar como universitario a lectores que trabajan fuera de la Universidad el significado de los cambios en los planes de estudio que más pronto que tarde los compromisos internacionales adquiridos por nuestras autoridades nos obligarán a poner en marcha. Pero la verdad es que, habiéndome propuesto informar también sobre estos cambios a la gente que trabaja y estudia en la Universidad, estas líneas están escritas desde supuestos todavía más fuertes e inmodestos, a saber, que la mayoría de mis colegas, los profesores de la Universidad, no tienen más que vagas y remotas nociones, adquiridas de oídas o a lo sumo en los periódicos, de lo que puede significar ‘Bolonia’ para la Universidad española, y que la minoría que tiene ideas más precisas las tiene por lo general sesgadas, incompletas y bastante erradas. Dicho lo cual, me siento en la obligación de apresurarme a explicar cómo he llegado a creerme con más saber que la mayoría de mis colegas.
Me enteré de lo de Bolonia primero por los periódicos, como todo el mundo, pero no le dí mayor importancia, habituado como estoy a la grandilocuencia y vacuidad de tantas declaraciones europeas. Cuando vi que la Ley de Universidades que hizo aprobar el PP en 2001 incluía artículos facultando al gobierno para adecuar por decreto la Universidad española al Espacio Europeo de Enseñanza Superior comencé a inquietarme un poco, pero tampoco le presté mucha atención, suponiendo que todo quedaría en algunos cambios de nombres. Me inquietó definitivamente el entusiasmo con que un colega partidario de toda innovación nos contó en un aparte del Congreso Europeo de Sociología (Murcia, 2003) que definitivamente se iban a adoptar los nombres de ‘grado’ y ‘máster’, amén de la pasión que puso en discutir si los grados iban a ser de tres o cuatro años. Argüí que eso ya lo habíamos hecho sin mucho éxito en la Ley de Educación de 1970, e inquirí por la diferencia entre cinco y tres más dos, pero tuve la impresión de que los cambios pretendían ser más que nominales. Intrigado, continué mi indagación entre las autoridades académicas, y encontré que su perspectiva era la de quien ve venir algo inevitable a lo que no queda otra que adaptarse, una actitud más reactiva que proactiva. Mientras tanto, se iba discutiendo en la prensa si Bolonia obligaba a reducir las titulaciones, suprimiendo específicamente las de Humanidades e Historia del Arte, si favorecía la uniformidad de las Universidades o su autonomía y diversidad, si obligaba a cambiar la manera de enseñar sustituyendo las clases magistrales por tutorías, si el ‘crédito europeo’ obligaba a contar la duración de los estudios incluyendo las horas de trabajo de los alumnos y, lo que más tarde oí y más me asombró de todo, si implicaba un cambio de énfasis desde la enseñanza, donde presuntamente está ahora, al aprendizaje, donde al parecer nunca se ha puesto antes. Tinta de calamar, en mi experiencia, entre la que no se distinguía si eran los grados cortos o los masters largos los que iban a heredar las competencias profesionales de las licenciaturas. Por último, la publicación en el 2004 de los Reales Decretos regulando grados y postgrados, aunque dejó claro la intención de privilegiar el grado, seguía dejando la cuestión sin zanjar.
El efecto cumulativo de tanto leer y oír sin poder decidir a qué atenerme desbordó los muros de contención que tengo previstos para tales casos. Así que, venciendo la repugnancia que me producen las reformas de planes de estudios tras las dos o tres perfectamente inútiles que ya llevo vividas, y levantando la presunción de sabiduría y prudencia que mantengo por principio a favor de las autoridades, decidí dedicar un tiempo a enterarme por mí mismo del asunto, influido también, no debo ocultarlo, por el hecho de ejercer como docente de Sociología de la Educación, materia a la que el tema no le es del todo ajeno, aunque sea más propio de otras como Educación Comparada o Política Educativa. El tiempo que he dedicado a este estudio no ha bastado para convertirme en nada cercano a un experto, según yo mismo noto en la cantidad de cosas que ignoro o no acabo de entender bien; pero sí para ponerme en la obligación moral de compartir lo aprendido. Espero que nadie se tome a mal si aprovecho además para añadir algunas reflexiones de mi propia cosecha.
Anticipo las tres conclusiones más importantes a que he llegado tras mi modesto estudio. La primera es que, en efecto, la única cuestión sustantiva es la de las competencias profesionales que se concedan a los estudios cortos y a los largos. La segunda es que el programa de Bolonia no conduce ni siquiera lógicamente a los objetivos que dice pretender. La tercera es que en cualquier caso nuestra ordenación universitaria actual está ya tan adaptada al Espacio Europeo de Educación Superior (en adelante EEES) como cualquier otro país y que estamos haciendo otro ejercicio de hipereuropeismo. Voy a justificar brevemente estas conclusiones, dejando para otra ocasión un análisis sociológico de las razones que mueven a acometer unos cambios que no necesitamos.
1. Bolonia: la versión oficial y una algo más real
La historia oficial del proceso de Bolonia comienza en 1998, más de cincuenta años después de que la unión de Europa echara a andar. Los cuatro países más importantes de la UE, Alemania, Francia, Italia y Gran Bretaña tienen sistemas universitarios muy distintos. Sus ministros de Educación, reunidos en París, para intentar armonizarlos. Alemania e Italia tienen solamente títulos largos, ‘títulos túnel’ sin salidas intermedias. Gran Bretaña y Francia tienen en cambio títulos de todas las longitudes. Acuerdan que Italia y Alemania introduzcan también títulos cortos, de modo que las enseñanzas de los cuatro países sigan una estructura con ciclos de tres y cinco años, amén del doctorado.
¿De donde la necesidad de armonizar los títulos?. La movilidad de los estudiantes es importante, pero lo es sobre todo la movilidad de los profesionales. El reconocimiento de los títulos es ante todo una cuestión de monopolio profesional. En la situación actual, la salud de los españoles es monopolio de los médicos españoles y la enseñanza de los españoles monopolio de los maestros españoles. Abrimos nuestro país a los otros licenciados europeos en la medida en que ellos abran el suyo a los nuestros. Ahora bien, eso nos conloca en un dilema si nuestros títulos son más largos que los suyos. Por un lado no queremos exigir más a nuestros titulados que a los extranjeros. Sería facilitar su competencia desleal.. Como se transparenta en un informe sobre la marcha de la convergencia, «en algunos países existen titulaciones conducentes al primer grado de duración extremadamente larga, 5 ó 6 años. Esto está claramente alejado de las líneas internacionales y debilita la competitividad europea e internacional de estos países». (Tauch y Rauhvarger, 2002:23). Pero por otro lado, si exigimos menos a nuestros titulados empeoramos su calidad también en casa y tendremos peor medicina o peor enseñanza. Desconozco la historia interna de las negociaciones, pero su resultado, que fueran Alemania e Italia quienes se adaptaran a Gran Bretaña y Francia, ha de verse a la luz de esta contradicción.
Un año después, esta acomodación se presenta como un modelo para toda Europa en la Declaración de Bolonia, que firman 19 países. Aparece la metáfora espacial: un espacio donde se muevan libremente no sólo los titulados, sino también estudiantes. Y no se olvida la relación con la declaración de Lisboa, que había manifestado el propósito de convertir Europa en la economía más dinámica del mundo basada en el conocimiento. Y así comienza el ‘proceso de Bolonia’, cuya marcha se sigue mediante reuniones ministeriales en Praga en mayo de 2001, en septiembrede 2003 en Berlín y recientemente en Bergen (Noruega). El objetivo más general es facilitar la circulación de titulados y estudiantes. El objetivo más próximo es llegar a un sistema de títulos fácilmente comparables y reconocibles. Para conseguirlo, se proponen las siguientes medidas:
- Duración de los estudios. Dos ciclos, uno de tres años y otro de cinco años, seguidos del doctorado.
- Organización: el ECTS o ‘crédito europeo’ (European Credit Transfert System) cuya novedad consiste en que se expresa no en horas de clase, sino en horas de estudio .
- Validez de los títulos. Se acuerda añadir al título un suplemento con el detalle de las materias cursadas para obtenerlos.
- Didáctica: fuera de algunas observaciones sobre el ‘aprendizaje a lo largo de la vida’ (anglicismo que sustituye al galicismo ‘formación permanente’ usual hasta ahora) no he encontrado mención a la didáctica en los documentos de Bolonia.
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